lunes, 7 de julio de 2014

La empatía, a estudio

Font Magazine de La Vanguardia (06 Jul 2014)



 http://www.lavanguardia.com/magazine/20140704/54410571719/empatia-poder-magazine-reportaje-psicologia.html
 
En los últimos años, muchos grupos científicos se han volcado en descifrar la empatía a partir de múltiples enfoques, desde la neurociencia hasta la robótica

Una tarde cualquiera, Miguel prepara la cena en la cocina. Junto a él, sentada en su sillita está su hija Irene, un bebé de seis meses que juguetea con un sonajero. Está absorto cortando unas verduras y pensando en el trabajo cuando los gimoteos de la niña lo devuelven a la cocina. Irene está tratando de agarrar el biberón con agua que está sobre la mesa. Miguel se lo da; la niña lo mira satisfecha.

Algo parecido ocurre a 12.000 kilómetros, en un laboratorio de Tokio. Aunque, en lugar de padre e hija, son dos robots con forma humanoide los que representan la escena. Están situados uno frente a otro y en un momento dado uno alarga el brazo y mueve lentamente la mano, como si quisiera coger algo. Su compañero lo mira y su cerebro de cables y chips trata de descifrar esa acción.

Luc Steels observa detenidamente esta escena desde su ordenador, señala la pantalla y exclama: “Es realmente fascinante lo que podemos llegar a hacer los seres humanos. Interactuamos unos con otros y nos entendemos, ¡incluso sin hablar! De hecho, con el lenguaje decimos realmente muy poco, la mayor parte de la información proviene del contexto y de que somos capaces de predecir lo que otros deben de querer. Si el padre le da el biberón al bebé es porque ha sabido interpretar la situación y su necesidad. Y es un ejemplo de lo que intentamos entender usando robots como estos”.

Steels es uno de los mayores expertos en inteligencia artificial del mundo. Es el padre del popular perrito robot Aibo, de Sony, y, desde su despacho en el Instituto de Biología Evolutiva –dependiente del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universitat Pompeu Fabra (UPF)– en Barcelona, colabora con otros centros repartidos por el mundo con el objetivo de tratar de dotar de inteligencia a las máquinas para que algún día puedan convivir de verdad con los humanos.
“Queremos que los robots aprendan a ser empáticos”, afirma. Y ante la mirada atónita de quien le escucha matiza que, aunque generalmente se use el concepto empatía asociado a un valor emocional, se puede emplear de forma más amplia, en referencia a ser capaces de interpretar la necesidad del otro.

“Cuando vemos a alguien llorar o nos cuentan que la madre de un amigo está muy enferma, nos ponemos en la situación de aquella persona y nos sentimos afligidos debido a nuestra habilidad empática. Ese proceso es muy similar al de la niña que trata de coger algo sin éxito y el padre la ayuda. En el fondo tiene que ver con la memoria, con saber entender qué quiere el otro y predecir qué pasará”, explica.

Con su equipo de investigadores, Steels usa los robots como modelo para comprender esa empatía. Porque, asegura, será la forma de que algún día podamos aplicarla en situaciones en que tengan que interactuar inteligentemente con humanos, como en operaciones de rescate en catástrofes. “Imagínate lo útiles que hubieran sido en Fukushima o en el rescate del ferry de Corea del Sur que naufragó. Pero por desgracia aún no están preparados”, dice Steels.

CAMBIANDO DE PIEL

Luc Steels es uno de los numerosos científicos que en todo el mundo investigan la empatía, esta habilidad instintiva de las personas para meterse en los zapatos del prójimo. Él lo hace desde la robótica, mientras que otros se aproximan desde la genética, la biología o la psicología cognitiva y social. Y todos tratan de entender mejor esta dimensión que, apuntan, tal vez sea una de las características que definen a los seres humanos.

Gracias a la empatía, los humanos somos capaces de tender puentes para arribar al territorio de los sentimientos del otro; de relacionarnos y de convivir. Seguramente, sin esta habilidad no hubiéramos sobrevivido, nos hubiéramos extinguido hace ya tiempo. O, tal vez, ni hubiéramos salido de África. 

Y, a pesar de ser una característica intrínsecamente humana, durante mucho tiempo estuvo fuera del foco de interés de la neurociencia. En parte, porque parecía una cuestión trivial y también porque no se sabía cómo estudiar una habilidad que se generaba en las interacciones entre personas.

Así que a lo largo de la primera mitad del siglo XX, las investigaciones se limitaban a observar qué ocurría en el cerebro de un individuo cuando pensaba y sentía, y se dejaba de lado cómo era posible que comprendiera las experiencias de los demás. La llamada “revolución afectiva” de comienzos del siglo XXI consiguió darle la vuelta a la tortilla. Tanto, que ahora se vive un boom de estudios centrados en esta capacidad.

“Hace relativamente poco que se ha tomado consciencia de la naturaleza no racional del ser humano. Han aparecido un sinfín de libros y de artículos muy influyentes que nos han hecho percatarnos de la importancia de la inteligencia emocional. Y ahora hay un interés creciente en las emociones, sobre todo en aquellas implicadas en el pensamiento moral y en la acción. De ahí, en buena medida, que en la última década se hayan publicado cientos de investigaciones centradas en la empatía”, explica Arcadi Navarro, investigador en biología evolutiva y director del departamento de ciencias experimentales y de la salud de la UPF.

“Tiene lógica que sea así por la situación en que vivimos, en un momento de crisis económica y de valores”, señala Claudia Wassmann, neurocientífica alemana del Instituto Max Planck y que ahora investiga en la Universidad de Navarra gracias a una beca Marie Curie.

Para muchos científicos que se han propuesto desvelar los entresijos de la empatía, el interés no es meramente teórico. Aseguran que cuando se pueda entender cómo funciona, se podrán estimular comportamientos más empáticos y tal vez menos egoístas. Para el conocido sociólogo y economista norteamericano Jeremy Rifkin, autor de La civilización empática, esta capacidad ha sido el principal conductor del progreso humano y ha de seguir siendo así. “Necesitamos ser más empáticos si pretendemos que la especie sobreviva”, afirma rotundo.

DE LAS NEURONAS ESPEJO A LA OXITOCINA

La primera pregunta que surge es ¿hay algo en la biología humana que, igual que ocurre con el lenguaje, nos prepare para ser empáticos? Porque, en general, todos somos algo empáticos. Muchos científicos han tratado de dar una respuesta.

En los años 90, en Parma (Italia), un grupo de investigadores estudiaba el cerebro de un macaco cuando se percataron de algo que supondría un avance enorme en neurociencias y que muchos pensaron que respondía a ese enigma acerca de la capacidad empática. Vieron que una célula nerviosa del cerebro del primate se activaba tanto cuando el animal agarraba un objeto como cuando veía a otro hacerlo. Era como si la mente del mono simulara las acciones que veía, de ahí que bautizaran aquella célula como “neurona espejo”.

“¡Descubrieron la clave para entender la empatía!”, afirma Christian Keysers, investigador del Instituto de Neurociencias de los Países Bajos y autor de The Empathic Brain (El cerebro empático). “Está claro que estas neuronas son esenciales para entender cómo leemos la mente de los demás y nos contagiamos de sus emociones. Y pueden explicar muchos de los misterios del comportamiento humano. Las neuronas espejo nos conectan con otras personas, y un mal funcionamiento de estas células nos lleva a una desconexión emocional de los demás, como les ocurre a los autistas”, afirma este entusiasta científico, que está convencido de que somos empáticos por naturaleza.

No obstante, para muchos neurocientíficos las neuronas espejo son sólo parte de la película. Es cierto que se activan cuando la persona ve llorar a alguien, por ejemplo, y que los autistas, a quienes este mecanismo espejo no les funciona del todo bien, tienen comportamientos poco empáticos. Ahora bien, ¿se debe a estas neuronas la capacidad empática? “Ni mucho menos es debido a ellas que automáticamente tengamos los mismos sentimientos que otros. De ser así no habría diferencias de comportamiento entre los seres humanos cuando los hay muy empáticos y otros lo son poco o nada. 

Es una cuestión cultural. Tras nacer, vamos aprendiendo a ser empáticos”, afirma Claudia Wassmann.
¿Y si fuera una cuestión de hormonas?, plantea esta investigadora. De la misma forma que se sabe que la oxitocina, conocida como la hormona del amor, es esencial para establecer lazos y vínculos con otras personas, ¿podría estar implicada en esta capacidad?

Precisamente, Òscar Vilarroya, neurocientífico de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), estudia si la empatía de las parejas respecto a bebés llorando cambia antes del embarazo, durante y después. Y qué papel tiene la oxitocina.

¿Y qué hay de la genética? Porque numerosos laboratorios se han lanzando a buscar el “gen de la empatía”. “Cualquier cosa que se puede medir es accesible por el método científico –opina Arcadi Navarro–. Pero, ¿cómo mides la empatía? Si le pones a una persona un animal enfermo delante y le pides que lo acaricie, ¿es eso empatía? Carecemos de métodos para mesurar esta dimensión humana que no sean discutibles. Y hasta que no resolvamos esto no tiene sentido echar mano de la genética”.

¿NACEMOS EMPÁTICOS?

Entonces, ¿hay algo en nuestra biología que nos hace empáticos por naturaleza o, como defienden otros, es un aprendizaje cultural? “Tenemos que venir preparados de serie por fuerza, porque un plátano no podrá nunca llegar a ser empático y nosotros sí –sentencia Arcadi Navarro–. Ahora bien, de ahí a decir que los humanos somos empáticos por naturaleza hay un buen trecho”. Sí es cierto, agrega, que hay algunas características en los seres humanos que les hacen capaces en distintos grados de ser empáticos. Si hay que aprenderlas o las llevamos incorporadas de serie es poco relevante para este investigador. “Nos caracterizamos –recuerda– por una coevolución clara entre naturaleza y aprendizaje, genes y ambiente. Hay muchas cosas para las que estamos programados para aprender [como el lenguaje]. Tal vez por eso los bebés son menos empáticos que un adulto”.
Algunos animales también parecen demostrar cierta empatía. Jean Decety, investigador de la Universidad de Chicago y uno de los expertos más prominentes en el estudio de la moral, la empatía y la conducta prosocial, realizó un experimento: colocó a una rata atrapada en un tubo de plástico transparente, de manera que otros roedores pudieran verla. Y estos se lanzaban a intentar rescatarla, a pesar de que podían optar por ir a engullir chocolate, que les chifla. ¿Eran empáticos?

En cierta forma sí, dice Wassmann, que puntualiza que hay que distinguir diversos mecanismos dentro de la empatía. El más básico se activa al ver a otro, como cuando un bebé se pone a llorar porque ve a otro en pleno berrinche. Hay mecanismos más complejos, como el que permite identificarse con otra persona; o el que hace posible que se comprenda la situación de otra persona. Los primeros mecanismos los compartimos con los animales, el tercero es genuinamente humano. “Para desarrollar una conducta completamente empática, necesitas el córtex prefrontal, el cerebro social, propio de las personas”, dice Wassmann.

Una de las teorías neurocientíficas con más peso señala que el cerebro social del que habla Wassmann se formó hace unos 3,5 millones de años, cuando los primeros humanos salieron de la selva y empezaron a necesitar una mente más compleja que les permitiera pensar en los demás, en sus congéneres. Ser empáticos para sobrevivir.

“Hay una hipótesis que usa una metáfora bíblica y afirma que debemos nuestro cerebro al hecho de que nos expulsaron del paraíso”, señala Òscar Vilarroya, impulsor de la cátedra El cerebro social, de la UAB. En un momento determinado, nuestros ancestros se quedaron en la frontera entre la selva y la sabana y en esa situación era esencial la confianza en los demás integrantes del grupo para avanzar, porque había innumerables peligros. “Era clave interpretar la conducta del otro y la empatía permitió desarrollar una herramienta de pensamiento social muy potente para entender qué pasa a tu alrededor y actuar en tu beneficio o el de los tuyos”, dice el neurocientífico.

UN MUNDO MEJOR

¿Y si se pudiera enseñar a la humanidad a ser más empática? “Nos iría todo mucho mejor”, bromea Wassmann. Explica que en Alemania ya desde la guardería se trata de educar a los niños en esta cualidad, como también hacen en nuestro país las escuelas que aplican educación emocional. Otra científica alemana, Tania Singer, va más allá. No sólo está convencida de que se puede potenciar la empatía sino estimular la compasión en la sociedad. Afirma, sin miedo a parecer utópica, que así se conseguirá un mundo mejor.

Singer es investigadora del Instituto Max Planck de Neurociencias Cognitivas en Lepizig (Alemania) y está considerada una de las neurocientíficas sociales más influyentes, pionera en el estudio de la empatía. En el 2004, estando en el University College London, publicó en la revista Science los resultados de una investigación hecha con parejas para analizar la reacción de alguien que ve sufrir a quien ama. Ponía a las dos personas una frente a la otra y mientras una sufría una pequeña descarga eléctrica en la mano, se escaneaba el cerebro de la otra.

Así vio que se activaban diversas áreas en el cerebro relacionadas con el dolor y con las percepciones, como el córtex sensoriomotor y la ínsula. Y para su sorpresa, también algunas de las que hacen exclamar “¡ay!” cuando eso le ocurre a uno mismo. “Ese solapamiento es la raíz de la empatía”, aseguraba Singer. Esta neurocientífica se ha embarcado ahora en el estudio de la compasión, un concepto que aunque a menudo se suele usar como sinónimo de empatía, va un poco más allá. Para ello, ha escaneado el cerebro de un monje budista a quien pidió que se centrara en sentimientos de compasión. Descubrió sorprendida que se activaban aquellas áreas relacionadas con el amor romántico o la recompensa, como el núcleo accumbens o el estriado ventral.

Singer repitió la prueba, pero esta vez pidió al budista que se centrara en algo más concreto y este pensó en los niños de un orfanato de Rumanía que había visto en un documental televisivo. Entonces se activaron en su cerebro las mismas áreas identificadas en estudios anteriores sobre la empatía.
Si se puede entender qué ocurre, se puede fomentar, asegura esta investigadora, quien también usa videojuegos en los que confronta a un grupo de voluntarios con situaciones en que deben mostrarse empáticos para observar todas sus reacciones en el cerebro. De momento, ya ha visto que se activan dos patrones bien diferenciados: o bien un sentimiento vinculado a la dopamina y a los circuitos de recompensa del cerebro. O bien la llamada “red de afiliación”, que entra en funcionamiento al ver una persona la foto de su hijo o su pareja, y en la que están implicados la oxitocina y algunos opiáceos.

Singer, que en el último Foro Económico Mundial de Davos defendió una economía protectora, basada en la cooperación y la compasión en lugar de en la competición, estudia ahora si con actividades como la meditación es posible fomentar la empatía y la compasión. Si conseguimos entender esta característica humana y entrenarla, insiste, seguramente podremos lograr una sociedad mejor.